Este artículo mezcla hechos reales con ficción narrativa para recrear el ambiente del espionaje en Madrid durante la Segunda Guerra Mundial.
Madrid, 1942. Oficialmente, yo era agregado de prensa en la embajada británica. Extraoficialmente… me dedicaba a observar, a escuchar y, cuando era necesario, a intervenir sin dejar huella.
La ciudad parecía tranquila, neutral. Pero era solo fachada. Bajo esa calma aparente, Madrid era un tablero lleno de piezas en movimiento. En los salones del Ritz se brindaba con champán mientras se tejían traiciones. En los cafés de la Gran Vía, los camareros servían más que café: servían secretos envueltos en discreción.
Yo era solo una pieza más en ese juego silencioso. Británicos, alemanes, soviéticos, americanos… todos estábamos aquí, jugando una partida sin reglas, donde un desliz podía costarte algo más que el puesto. Esta es la historia de ese otro Madrid. El Madrid invisible. El de los espías. El que no sale en las guías, pero que aún se esconde entre sus calles, si sabes dónde mirar.
La historia de un espía en Madrid
Madrid como ciudad neutral y peligrosa
España era, en teoría, un país neutral. Pero basta con haber pisado las calles de Madrid en 1942 para saber que esa neutralidad era solo un disfraz elegante. Bajo la superficie, la ciudad bullía de intrigas, favores encubiertos y alianzas cambiantes.
Aquí no se combatía con fusiles, sino con palabras codificadas, sobres intercambiados bajo la mesa y silencios que decían más que cualquier confesión. Cada embajada era un búnker con fachada diplomática; cada hotel, un tablero improvisado de operaciones; cada camarero, un posible transmisor de secretos.

Los agentes alemanes se movían seguros y arrogantes, como si la ciudad les perteneciera mientas que los británicos, como yo, preferíamos las sombras: observar, anotar, infiltrar. Y también estaban los soviéticos… bueno, los soviéticos eran humo: siempre presentes, pero imposibles de atrapar.
Madrid era un cruce de caminos donde los secretos se movían en servilletas, se enviaban en trenes y se escondían en gestos apenas perceptibles. Una mirada podía pesar más que un informe. Un apretón de manos, cambiar el curso de una misión.
Y lo más peligroso de todo no era lo que sabías. Era no saber quién eras realmente… ni para quién estabas jugando.
Lugares clave del espionaje en Madrid
Mi jornada solía empezar en la calle Fernando el Santo, donde se encontraba la embajada británica. Desde allí, salía caminando, con paso calculado, hacia el Hotel Ritz. No por gusto, claro, aunque el mármol y el champán resultaban tentadores, sino porque allí se alojaban diplomáticos alemanes… y, a menudo, algo más que diplomáticos. El vestíbulo era un teatro elegante: trajes impecables, risas vacías, apretones de manos que escondían cuchillas.
A solo unos pasos, el Hotel Palace ofrecía otra función. Más ruidosa, más desordenada, pero igual de peligrosa. Allí se cruzaban corresponsales extranjeros, agentes dobles y algún traidor disfrazado de periodista. Yo me sentaba en el bar, siempre con el mismo periódico abierto pero con una oreja cazando fragmentos de verdad entre las frases ensayadas.
Luego cruzaba el Paseo del Prado, y subía por la Calle de Alcalá. En sus cafés, el Lion, entre otros, se cocinaban mensajes en servilletas mientras se deslizaban sobres bajo tazas vacías, y los espejos reflejaban más que rostros: reflejaban intenciones.

Pero si había un lugar donde el silencio hablaba más que cualquier lengua, era el Café Comercial, en la Glorieta de Bilbao. Allí nos encontrábamos los que no debíamos encontrarnos. Siempre en la misma mesa, siempre con el mismo camarero. Si pedías un café solo con dos terrones, sabían que no venías por la cafeína.
Otras veces bajaba hasta la Estación de Atocha, sin intención de coger ningún tren. Me limitaba a observar. Los trenes a menudo traían cartas camufladas, emisarios sin pasaporte o rumores envueltos en gabardina.
Madrid era un tablero inmenso. Y cada uno de estos lugares, una casilla donde se jugaban partidas que nadie reconocería oficialmente, pero que cambiarían el curso de más de una guerra.
Misiones secretas, traiciones y mensajes ocultos: las historias reales de espías en Madrid
No todo eran cafés y conversaciones disfrazadas de cortesía. A veces, las cosas se torcían, y cuando eso ocurría, Madrid dejaba de parecer un tablero para convertirse en un campo minado donde cada paso podía ser el último.
Todavía me viene a la mente una noche en la que seguimos a un supuesto diplomático alemán desde el vestíbulo del Ritz hasta un edificio en Chamberí. No llevaba escolta, pero sí un maletín que no soltó ni para encender un cigarro. Lo perdimos durante unos minutos. Al día siguiente, el contenido del maletín apareció, palabra por palabra, en un despacho de la embajada soviética. Nunca supimos cómo. Ni quién.
Otra vez, interceptamos un mensaje escondido entre las páginas de una novela de Galdós, en una edición de segunda mano. Las palabras subrayadas formaban una frase cifrada, absurda para cualquiera… excepto para quienes conocíamos la clave.

También hubo traiciones. Un agente español de nuestra red acudió a una reunión en un café de Lavapiés. Parecía una operación sencilla. Se levantó para ir al baño. Nunca volvió. Ni una pista, ni un cuerpo, ni un ruido. Solo el silencio, que a veces pesa más que una acusación.
Y luego estaban esos momentos en los que el tiempo se detenía. Los silencios cargados de presentimientos. Como aquella vez en Atocha: un joven con acento francés entregó un sobre a un hombre con gabardina gris. En la esquina del sobre, una flor dibujada a mano. Tres días después, uno de nuestros contactos más fiables en Lisboa apareció muerto.
La reflexión de un espía
Han pasado muchos años desde entonces y hoy camino por estas mismas calles como un hombre cualquiera. Nadie se detiene al verme. Nadie sospecha. Nadie recuerda. Pero yo sí.
A veces, al cruzar el vestíbulo del Ritz o al sentarme en una mesa solitaria del Café Comercial, creo ver un reflejo familiar en los espejos, una conversación que se apaga al pasar, una mirada fugaz que se desvía.
Aquí, la guerra no hizo ruido. No hubo bombas. No hubo medallas. Solo susurros, sobres doblados, y ausencias que nunca se explicaron. La historia oficial apenas menciona a Madrid. Pero quienes estuvimos allí sabemos que fue uno de los tableros más sutiles, más delicados… y más peligrosos.
Madrid, nido de espías: la historia real tras la ficción
Aunque esta historia ha sido contada desde la ficción, el contexto es muy real: durante la Segunda Guerra Mundial, Madrid fue uno de los grandes escenarios silenciosos del espionaje internacional. Su condición de capital de un país oficialmente neutral, sumado a su posición estratégica, la convirtió en un nudo de redes, códigos y encuentros clandestinos.
¿Por qué Madrid?
España no participó directamente en la guerra, pero el régimen de Franco mantenía relaciones ambiguas con ambos bandos. Esta ambigüedad, sumada a la inestabilidad de la posguerra civil, hizo de Madrid un terreno fértil para el juego del espionaje.
- La ciudad acogía embajadas clave, corresponsalías extranjeras y redes encubiertas de inteligencia.
- Era un punto de tránsito entre Europa, África y América Latina, ideal para los movimientos discretos de agentes y mensajes.
- Y sobre todo, en Madrid abundaban los espacios públicos con la privacidad justa para una cita secreta.
Lugares reales relacionados con el espionaje
- Hotel Ritz y Hotel Palace: epicentros de encuentros diplomáticos… y no tan diplomáticos. Por sus pasillos desfilaron espías, confidentes y traidores con nombres falsos y trajes impecables.
- Café Comercial: testigo de conspiraciones disfrazadas de tertulias. Allí, el rumor y la sospecha compartían mesa con el café.
- Embajada británica (antigua sede en la calle Fernando el Santo): base de operaciones del MI6 en la ciudad.
- Estación de Atocha: más que un nudo ferroviario, un punto clave para la observación, el transporte de mensajes ocultos y la llegada de rostros difíciles de rastrear.
Madrid fue un teatro discreto pero crucial. Una ciudad donde la neutralidad era solo una fachada y donde, cada día, se libraban pequeñas batallas que nunca llegaron a los titulares.
Aline Griffith, la espía vestida de rojo
Entre los personajes reales que dieron vida al Madrid de los espías, pocos resultan tan fascinantes como Aline Griffith, una joven neoyorquina que llegó a la ciudad en 1943 como agente de la OSS, la precursora de la CIA. Su nombre en clave era “Tigre”, y su misión: infiltrarse en los círculos de la alta sociedad madrileña para recabar información.

Griffith operaba desde la unidad de contrainteligencia X-2, pero su verdadero talento era moverse con naturalidad entre aristócratas, diplomáticos y celebridades, recogiendo secretos entre copas de champán y bailes de salón.
Con el tiempo, se casó con un noble español y pasó a ser conocida como la Condesa de Romanones. Ese nuevo estatus le abrió aún más puertas en una ciudad donde las apariencias eran tan importantes como la información. Su historia, una mezcla de glamour, riesgo y códigos secretos, quedó plasmada en su autobiografía, La espía vestida de rojo, un retrato único del espionaje en el Madrid neutral de los años 40.
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